En este hermoso libro nos encontramos con una evocación conmovedora de los padres del sujeto poético, que se adueña de todo el espacio abierto por la escritura.
Recuerdo lleno de ternura y por momentos de una suerte de mirada infantil ante esos padres que de pronto parecen muy jóvenes y centrados en sus tareas cómplices y felices: tocar el clarinete, cocinar y tejer, estar juntos y divertirse con sus juegos que se cumplen más allá de toda edad.
Ese retrato de los padres alcanza una zona de alegría y de complicidad que nos hace —como testigos de esa mirada regocijante mantenida a lo largo de estas páginas— ir tomando posesión de esta memoria profunda y a la vez llena de felicidad y soltura que se construye.
Pero si esa rememoración nos conmueve y despierta nuestra admiración, ello se debe en gran medida a la precisión, la austeridad y el acierto de la escritura de Marcelo Delgado. Porque a lo largo del libro se va perfilando una voz totalmente personal, cuyo desarrollo, en un primer libro, es verdaderamente excepcional. Porque ocurre que Marcelo ha logrado lo que a muchos escritores les lleva varios libros: alcanzar una voz propia que parece inaugurarse y redondearse a lo largo de los poemas hasta adquirir una convicción y una originalidad poco comunes.
Una voz cuya austeridad, sin embargo, no niega las bellas metáforas que se suceden y un uso de la repetición que también resulta un acierto personalísimo y que le da un ritmo singular a la escritura.
Por todo esto, Los últimos jazmines del verano es un libro cuya lectura resulta una fiesta y el encuentro con una voz de llamativa autenticidad que logra trazar, como ya lo he señalado, una memoria de los padres de una belleza y emoción poco comunes.
Cristina Piña