La poesía no puede existir sin un fondo de empatía y compasión. Compasión que no tiene nada que ver con la superioridad moral cristiana, empatía que no tiene nada que ver con el voluntarismo new age.
Las palabras actúan, las palabras afectan: para qué pagar una línea de atención al suicidio desde el Estado si todas las personas tienen derecho a matarse cuando quieran. Para qué el Estado, el pedófilo en el jardín de infantes con los nenes encadenados y bañados en vaselina. Para qué dejar vivir a los homosexuales si, se sabe, son como el Estado, así de pedófilos. Para qué hablar de femicidios si a las mujeres nadie las mata por mujeres. Para qué necesitan tomar tantos remedios los viejos meados. Ya elegirán entre comer o comprar remedios. Si no tuvieran qué comer ya estarían todos muertos en la calle.
Las palabras matan. Las palabras desatan un genocidio. Es cosa nuestra decir otras palabras, hacer que circulen, hacer que exploten. Hacer que incendien las calles hasta que la vergüenza y el terror cambien de bando.
Es cosa nuestra escribir, y dar a leer, para que el agua envenenada pueda beberse, diría Maillard. Escribir, y dar a leer, si no para cambiar el mundo, al menos, para dejar una muesca, una muesca que diga una sola palabra. Y que esa sola palabra sea No.
-Claudia Masin