Este libro empieza con un hombre que arroja las cenizas de su madre a las olas. Después camina como si quisiera trazar un mapa de la ciudad, se sienta en un bar, recuerda. “Mi madre andaba en la luz”, escribe Haroldo Conti; “mi madre es la risa, la libertad, el verano”, Héctor Viel Temperley. La madre que construyen estas páginas aparece montada en el “susurro de luz” de las olas. Son la materia de la cual está hecha la vida del hijo y los renglones donde compone su odisea del tiempo perdido.
Este libro no es un anecdotario, ni una novela de aprendizaje, ni una de navegantes, aunque tiene los materiales del primero de los géneros nombrados, la periodización del segundo y las palabras del tercero. Pero los términos a los que nos tiene acostumbrados Duizeide —navegante además de escritor—están acá fuera de quicio: las palabras bailan, se encadenan como los acontecimientos fortuitos, las pruebas, las hazañas, con riesgo y con gracia, para escribir la “pesadilla de la historia” de la cual quería despertar Stephen Dedalus.
“¿Qué pesadillas guardará el agua?”, se pregunta el hijo. En la novela, si es una novela, se encuentran su voz que recuerda y la voz de su madre, comparten algunos momentos y las palabras de los clásicos (Esquilo, Homero, Borges, Virus) entreveradas con las suyas. Mientras el hijo crecía, entregado a la vida naval en una isla y en las “rápidas naves”, la madre escribía cartas que son a la vez cartas de amor y el otro lado del relato: el dolor por ese hijo ausente y una crónica de la última dictadura. Hijo y madre en la misma aventura: armar una lengua.
Mercedes Alonso