Sube, baja, entra, sale. Toma colectivos, toma subtes. Camina, camina, camina. La Valeria de estos poemas anda siempre al acecho: la mirada ansiosa, el oído agudizado. Recorre la ciudad -o esa porción que le toca- tratando de encontrar lo que, ya sabe, ahí no se encuentra: entre las cúpulas, un bosque; entre las bolsas del Abasto, alguna que se parezca a una gaviota cocinera.
Es ambiciosa: persigue lo imposible. Pero, a la vez, es humilde: no anda en busca de lo inmenso. Lo que ella quiere es tan poquita cosa. Comer cosas ricas, pensar poco y que todo lo que ama la sobreviva. Ser una chica en lo pequeño, para siempre. O también, ser una chica vaga del arte: ya no tener que entregar el cuerpo, incendiarse entera, para que llegue el poema.
¿Ser todavía la niña, el cachorro, el corazón de ternero? Un susurro de abuela en el oído y frente a los ojos, mire adonde mire, una vista privilegiada. No sentir, todo el tiempo, esa sed por lo que falta. “Es tan obvio y triste que no podemos volver”, anota, y a sus queridas nos desgarra. Sabemos lo que es mirarnos al espejo y descubrir los rasgos nuevos: el atropello del amor, la ciudad y los nervios. Pero también, y esto es lo que me encanta, es tan obvio y alegre lo que esa cara trajo. Esa voz ancestral para evocar odas chiquitas. Esa valentía con la que arrulla entre dos dedos -¡y temblando!- todo lo pequeño: la vida, el cariño, los problemas, los caballos. A ella misma, la que era.
Amo la vida ahora que puedo ser todas las cosas/ y esta ciudad me ama a mí también / me recuerda que soy pequeña y acariciable.
Catalina Cabral